Rainer María Rilke
CARTAS A UN JOVEN POETA
París,
a 7 de febrero de 1903.
Muy distinguido señor:
Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya
grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo
más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus
versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que,
para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos
acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos
equívocos más o menos felices.
Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de
expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los
acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más
inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de
misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.
Dicho
esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero
sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal.
Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí
hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía.
Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con
ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada
originales, nada independientes. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a
Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas
deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera
señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.
Usted
pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó
a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con
otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus
ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que
renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo
que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay
más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el
móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo
más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y
reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir.
Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo
escribir?". Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda.
Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un
"Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad,
erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor
importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso.
Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo
que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor, rehúya. Al
principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se
necesita una fuerza muy grande y muy madura, para poder dar de sí algo propio
ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por
esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le
ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos
fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde
sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que le rodean. De las
imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.
Si su
diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser
bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un
espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca
pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas
paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del
mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese
camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella.
Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá
como su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en
penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si
de este volverse hacia dentro. si de este sumergirse en su propio mundo, brotan
luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son
buenos.
Tampoco
procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su
más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.
Una obra
de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente
en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para
su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he
sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las
profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando
se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle
varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser
poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza,
sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte,
independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va
unido.
Pero tal
vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted
que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría
seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera. Mas,
aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso,
su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos,
ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis
palabras.
¿Qué más
he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al
cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso
de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación
más violenta que la que sufriría si usted - se empeñase en mirar hacia fuera;
esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas, que sólo su
más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.
Fue para
mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo
guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que
perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos
míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mi, y yo lo sé
apreciar.
Le
devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más
le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante
esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al
menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.
Con todo
afecto y simpatía,
Rainer Maria
Rilke.
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