Petrus Borel, el licántropo
Prólogo a la primera edición en español
de Champavert. Cuentos
Inmorales, de Petrus Borel. Juárez Editor, Buenos Aires, 1969.
Un cupido, una pareja que se abraza, plantas tropicales, un
gondolero que hunde a una mujer desnuda en el agua, una multitud sublevada, una
linterna, una lechuza y la guillotina; la pluma en el tintero y un puñal; un
cofre abierto; hojas de papel dispersas; un telón que se levanta; un libro con
el título Rhapsodies; el cráneo de una calavera. Y en el centro, presidiendo el
conjunto, un medallón oval, rodeado por una piel de lobo, desde el cual miran
los ojos de un joven de barba negra y frente alta como un patíbulo: Petrus
Borel, el Licántropo. El hombre es bello y triste, el lobo, una envoltura
marchita. Así lo representó el aguafuerte de Adrien Aubry para la primera
edición, publicada en Bruselas, de Champavert.
Cuentos Inmorales.
Teófilo Gautier y Baudelaire sintieron la necesidad de evocarlo,
de describirlo, como si su imagen física, su extraña figura, su nombre de
reminiscencias medievales, y hasta su barba provocativa en el París rasurado de
la época, fueran el complemento necesario de su obra.
Luis Boulanger, amigo de Victor Hugo y retratista de los
románticos, lo representa de cuerpo entero, alto, escuálido y sombrío en su
traje negro de levita, con la mano apoyada sobre la cabeza de un gran perro
ovejero. Sus ojos tienen algo del águila y el cuervo, coincidiendo con la
descripción que Petrus Borel hace de sí mismo.
Su personalidad aparece rodeada de escándalo en el París literario
de 1830; brilla un momento dirigiendo las huestes románticas, y desaparece. Su
agresividad provoca la ira de sus contemporáneos, su sensibilidad y
originalidad, que no encajan en ningún género literario de la época, le niega
el lugar que debía ocupar en la historia de las letras. Es olvidado e ignorado
en vida como tantos otros artistas solitarios a quienes falta el requisito que
Zola consideraba indispensable para destacarse: haber nacido a su tiempo. Los
surrealistas lo redescubren en nuestros días y lo hacen suyo. Los críticos se
ensañan con él en vida y después de muerto. Lo llaman bufón y frenético. Albert
Thibaudet, en su historia de la literatura francesa, lo califica de truculento,
decadente, impotente. Son los mismos que a todo artista rebelde le aplican el
mote de inmaduro, los mismos que tildaron de “loco” a Lautréamont y de
“estéril” a Mallarmé. El reconocimiento de Petrus Borel tardó en llegar,
necesitó una época que, afín con su espíritu, sintiera su desequilibrio, su
rabia.
Baudelaire atribuye el eclipse de Borel a la mala suerte, aunque
menciona también las particularidades de su espíritu exaltado, desmedido,
intransigente, su pasión revolucionaria, democrática, su “naturaleza mórbida,
enamorada de la contradicción por la contradicción misma”. Le reconoce un
talento verdaderamente épico en su obra Madame Putifar. André Breton coincide
en señalar que Madame Putifar alienta un vuelo revolucionario pocas veces
igualado en la literatura de todos los tiempos. Califica a Champavert. Cuentos Inmorales de “libro sin par, mistificación
lúgubre, burla de una terrible imaginación”.
Entonces, la mala suerte no explica esas omisiones del éxito, esos
derrumbes, esos silencios, ese mutismo de veinte años entre su última obra, publicada
en 1839, y su muerte, producida en 1859. Es difícil hallar las motivaciones de
esos silencios tan insondables como la vida misma. Admitamos pues que la única
cronología valedera de un artista es la de su obra conocida. Lo demás, llámese
silencio o suicidio, es el holocausto que todo creador hace a su condición
trágica, prometeica. Es su auto inmolación.
En la “Noticia sobre Champavert”, que precede a
los Cuentos Inmorales,
Petrus Borel da algunos datos de su vida atribuyéndolos a su personaje de
ficción y delinea las condiciones, la sustancia, del creador demoníaco.
Comprobamos que en el licántropo, un nombre y un tipo que aporta Borel a la
iconografía romántica, la ferocidad del hombre-lobo es una máscara que lo
protege del mundo exterior, una ruda corteza que oculta su interior de mágica
sensibilidad. “Ser sensible, es decir, superior”, dice Borel. “Por delicadeza
yo perdí mi vida”, dirá Rimbaud. El romanticismo trae esa excluyente
conciencia de la superioridad del arte. Pero también de su soledad.
Otros solitarios, Herman Hesse, Henry James, Kafka, se metamorfosean en el animal
que quisieran ser para escapar a su pobre condición de hombres cercados,
aislados. Es la forma de huir de sí mismos.
Petrus Borel, como hombre-lobo, es clarividente sobre su destino
trágico. Refiriéndose a su primer libro, Rhapsodies,
publicado en 1831, cuando tenía veintidós años, afirma: “Una obra como esa no
tiene segundo tomo: su epílogo es la muerte”. Es verdad que todavía publicó
otras dos: Champavert. Cuentos
Inmorales (1833), y Madame Putifar(1839). Pero
aquellas palabras resultan premonitorias y el “Testamento de Champavert”, con
veinte años de anticipación, parece delinear el curso posterior de la vida de
Borel. La miseria, cercándolo, lo expatriará a Argel, donde un destino similar
al de Rimbaud lo aleja de la literatura y lo sume en las tareas anuladoras de
un pequeño cargo administrativo obtenido por los buenos oficios de Gautier. Despedido
del empleo, el hambre le hace bajar un peldaño más y lo obliga a trabajar la
tierra como labrador. Hasta que el sol implacable, del cual se negaba a
protegerse, le provoca el ataque de insolación que causa su muerte. Recordemos,
para comprender su drama, la primera parte del cuento “Champavert” dedicado a
Jean Louis Labrador, donde se burla de los seres que se dedican a labores
sedentarias, que dejan de ser sediciosos.
Gautier afirma que “le parecía natural morirse de hambre”. Sin
embargo, algunas amargas poesías del poeta sobre su hambre parecen atestiguar
lo contrario. Además, el hambre de los veinte años puede ser bohemia, pero a
los cincuenta, es una militancia de insumisión, de moral austera, de desafío.
Petrus Borel se mantuvo fiel a sí mismo hasta el fin, hasta en su hambre, fiel
a su imagen de licántropo, de hombre-lobo.
Teófilo Gautier, cronista insustituible de los
momentos iniciales y heroicos del Romanticismo, evoca a Borel en dos capítulos
de rico colorido, en sus recuerdos de la bohemia romántica, mal llamados por
sus compiladores Historia del
romanticismo. Surge su figura original, junto con su inseparable doble,
Jules Vabre, el “compañero milagroso”, en el sótano desnudo que les servía de
vivienda y de punto de reunión del Petit
Cenacle (Pequeño Cenáculo),
fundado por Borel y Gerard de Nerval, en 1830, en el cual, además de
escritores, participan artistas, grabadores, arquitectos. El mismo Borel, antes
de iniciarse en las letras, había practicado la pintura y la arquitectura.
Todos integraban el movimiento de los Jeunes-France (Jóvenes-Francia),
que libraron las batallas campales del romanticismo contra el clasicismo, noche
a noche, durante las representaciones de Hernani, de Victor Hugo. “Hay en todo
grupo -dice Gautier- una individualidad pivote alrededor de la cual las otras
se insertan y giran como un sistema de planetas alrededor de un astro. Petrus
Borel era ese astro; ninguno de nosotros intentó sustraerse a esa atracción”.
Pero las jefaturas juveniles son efímeras y dejan un sedimento de amargura,
cuando no de hastío. Todavía se reunían los Jeunes-France en los ágapes orgiásticos con que
despedían a alguno de los suyos que se alejaba hacia otros destinos, pero ya
Petrus Borel no estaba entre ellos. Había iniciado su camino de soledad y
olvido.
El aporte del Petit-Cenacle a la vida literaria no fue sólo
organizar la lucha por un nuevo orden artístico. Por primera vez los
intelectuales se apartan de los estrados oficiales, aparecen como una fuerza
independiente y puesta al Estado y sus clases dirigentes. La fórmula de Gautier
“el arte por el arte”, tan vilipendiada, tiene ese sentido de diferenciación y
se convierte en una bandera bajo la cual militan escritores y artistas de las
ideas más dispares. La participación de los artistas plásticos en el movimiento
trajo -según Gautier- importantes consecuencias. “Una cantidad de objetos
-dice-, de imágenes, de comparaciones, que se creían irreductibles al verbo
entraron en el lenguaje y quedaron en él”.
Sabemos, por referencia de Baudelaire, que Petrus Borel, como
Gerard de Nerval, sintió esa fascinación de la inagotable aventura lingüística
hasta extremos obsesivos en la búsqueda de las etimologías y de la tipografía,
lo que en su época podía mover al comentario irónico, pero que hoy resulta muy
seria a la luz de los aportes de Apollinaire, los letristas, etcétera. Gautier
también tiene curiosas anticipaciones dadaístas en sus romans goguenards.
La ruptura de las formas se inicia como un desafío a la sociedad
burguesa. Una sociedad de triunfadores, sí, pero ¿a costa de qué, de quiénes?
Es lo que los artistas van a descubrir mientras los sociólogos y los políticos
anotan en cifras las ventajas del régimen. Los artistas están entre la nada y
el infierno. Y lo excesivo es el signo del tiempo artístico mientras la
conciliación reina en el tiempo político-social. En la sociedad de 1830, en
crisis, flotan los restos de todos los naufragios, antiguo régimen, revolución,
imperio, restauraciones diversas, cuyo signo es la inestabilidad. Lo nuevo es
la revolución de los intelectuales.
Las nuevas generaciones irrumpen, anhelantes de absoluto,
Petrus Borel se declara romántico, republicano y
saintsimoniano. (Introducción a Rhapsodies).
Sobre su romanticismo especifica que nada tiene de común con el quejumbroso
espíritu a lo Chateaubriand, estereotipado en moda por los petimetres del
período postnapoleónico. Su republicanismo, más que una definición política
tiene la dimensión y superación que la época da a todos los términos, un
sentido individual, un anhelo de libertad, de romper las normas que la sociedad
impone al individuo. En esto, como en el ataque a la sociedad, hay una aparente
vuelta a Rousseau, pues todos los retornos son aparentes en la Historia. Los
artistas de la década de 1830 superarán la formulación general de Rousseau,
contra la sociedad como corruptora del hombre, acusando a una sociedad
concreta, la sociedad burguesa. Esto explica también que el sentido de
justicia, que aportan los saintsimonianos, primará en el espíritu de la época,
que se vuelca a las calles, a las ciudades, para observar el fenómeno no nuevo
pero sí intensificado de la miseria y el vicio. Y puesto que la sociedad
burguesa se identifica con el bien, los artistas serán el mal. Si la clase
triunfante necesita del realismo rosa, ellos desarrollarán al máximo el arte de
lo fantástico, de lo imaginario, de lo irreal, de lo anormal, donde pasado y
presente se mezclan en aleaciones nuevas, de trascendencia insospechada. En
medio de todo este arte en movimiento, Petrus Borel asume su naturaleza
demoníaca en el licántropo, un Prometeo encadenado a la
época. Salvaje, rebelde, aquejado de languidez y spleen, anhelante de justicia y
libertad.
Los Cuentos Inmorales son polémicos, agresivos, con un
estilo a veces poético, a veces panfletario, afichesco y lúcido que saltando
siglo y medio, entronca con la literatura actual. Los diálogos, cortantes y sin
acotaciones del autor, sustituyen a las largas descripciones que caracterizan
el estilo de ese período, creando un clima, una atmósfera y tienen una
autenticidad desusada en la literatura romántica, cuya afectación es uno de sus
mayores males.
“Seamos
menos elegíacos” o “tu, mi salvaje”, palabras que se intercambian los amantes
del cuento “Champavert”, resumen la tónica de Borel, desprovista de sentimentalismo,
deliberadamente opuesta a lo patético y melodramático. Su truculencia lúcida es
un revulsivo de la conciencia dormida.
En el
cuento “Three Fingered Jack”, especie de tratado de la licantropía, también hay
un aparente retorno a la naturaleza de tipo roussoniano, pero Borel, como los
románticos alemanes, busca lo telúrico, las fuerzas mágicas y sobrenaturales
que subyacen en el artista creador, con su sedimento de herencia y mito. Es el
mundo primitivo que Borel busca en los pueblos coloniales sometidos, como los
negros de las Antillas, o en los pueblos perseguidos, como los judíos de Lyon,
o en la vida de la civilizada París.
Imágenes
tales como el padre enfurecido agarrando el cuchillo por la hoja y golpeando
con el mango, o la de la pobre hambrienta royendo las tapas de un libro, son
verdaderos gags maestros por el absurdo. Los temas de la mujer seducida y del
infanticidio, típicos del romanticismo, especialmente del alemán del Sturm und Drang, aparecen en
“El acusador público” y “Champavert”. La confusión de sentimientos y la
ambigüedad de las acciones, sobre todo de la muchedumbre, prevalecen en
“Vesalius, el anatomista” y “Dina, la bella judía”, donde la actitud del
“pueblo-cordero”, manejado con fines turbios en el primer caso, o la justificación
de un crimen horrible con argumentos de justicia en el segundo, evidencian el
trastrue que de valores de una época de conmoción social.
En la
historia de la literatura, Petrus Borel queda como un escritor “extraño”.
Palabra que en la actualidad es casi el pasaporte indispensable que muchos
falsifican y que él puede ostentar con derechos auténticos.
Petrus
Borel d'Hauterive nació en Lyon, el 30 de junio de 1809, y murió en Mostaganem,
Argelia, el 14 de julio de1859.
No hay comentarios:
Publicar un comentario